jueves, 22 de enero de 2009

Impresiones de Nadie pase sin hablar con el portero

Larra utiliza la frase del aviso que figuraba en las entradas de los inmuebles y la transporta al contexto histórico del comienzo de la primera guerra carlista: nadie entre en España, cruzando la frontera, sin hablar con “el portero”, es decir, con los insurrectos carlistas de Vitoria.

El autor, crítico teatral y desprovisto durante cuatro meses de esa tarea por el luto decretado por la muerte de Fernando VII, se dedica a fondo a la empresa de criticar y ridiculizar a los “facciosos” en sátiras políticas que, por otra parte, tienen una estructura claramente teatral. Así, en este artículo, vemos una primera introducción, tres escenas dialogadas y un desenlace final.

La primera escena se desarrolla en el momento en el que la diligencia que conducía a dos viajeros, uno francés y otro español, es detenida por un piquete de “facciosos y alborotados” dirigido por un “corpulento religioso” que “metía bulla”. La ignorancia y desconfianza del grupo da lugar a que, ante la primera palabra de sorpresa que el francés emite en su lengua, la tropa grite “¡contrabando!” y se proponga expeditivamente ahorcarle.

La segunda escena se desarrolla dentro de la casa o “cuartelillo” de esa pretendida compañía de “resguardo” que perseguía todo contrabando proveniente de Francia. Allí se “desvalija” literalmente a los atemorizados viajeros y el Padre Vaca (que así se llama el cabecilla de tan ilustre compañía) empieza a interrogar al francés. En este diálogo y en el siguiente, Larra hace alarde de su enorme comicidad. Se muestra a un clérigo reaccionario, arrogante y profundamente ignorante que, al registrar las pertenencias del francés, considera que su pasaporte es papel mojado, entiende que la palabra “recherches” es el nombre de un supuesto “herejote” (por lo que sopesa la conveniencia de enviar al viajero al tribunal del Santo Oficio de Logroño) o identifica el fabricante de los numerosos relojes que transporte por la palabra “London”. Por supuesto, los relojes son “decomisados” por el clérigo y sus secuaces.

Igualmente cómico es el interrogatorio al español, que se ve reprendido duramente por nombrar a la Reina en su saludo, lo que provoca la ira de los presentes que lucían escarapelas del autoproclamado rey “Carlos V”; o por datar su pasaporte con del año 1833 y no del supuesto “año Iº de la cristiandad”. Es tal la perplejidad de los viajeros, que Larra los compara al mismo Gulliver cuando llegó al país de los caballos houyhnhnms y de los salvajes yahoos.

En la tercera y última escena, los facciosos deliberan y acuerdan dejarles pasar “no fuera que quisiera Luis Felipe (Luis Philippe d’Orléans, Rey de los Franceses) venir a reconocerlos” y expiden unos pasaportes para su viaje a la “revolucionaria” villa de Madrid que se ha sublevado contra Álava. Acordado lo cual, se le devuelve al español el dinero retenido con la considerable sisa de 840 reales. Los pobres viajeros parten, pues, aliviados de abandonar esa “nación poderosa y monástica” que expide salvoconductos y sigue expurgando la correspodencia incautada con destino a Madrid.

Todos nos reímos con los golpes de humor, propios de un sainete, de los diálogos entre el padre Vaca y los pobres transeúntes. Apreciamos la ironía, los juegos de palabras y alguna que otra alusión a la lengua francesa, que Larra conocía perfectamente (hablando de los viajeros, dice "el primero hacía castillos en España, el segundo los hacía en el aire"). Varios lectores destacaron la voluntad ridiculizadora del autor, el absurdo al que lleva la ignorancia del bajo clero carlista.
Seguidamente, pasamos a comentar el siguiente artículo.

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